He querido que
pasen un par de días desde que ocurriera la salvaje muerte de un aficionado
radical del Deportivo de la Coruña el pasado domingo para intentar no escribir
ninguna barbaridad malsonante sobre estos tipos, porque es lo que realmente me
pide el cuerpo. Esta locura mental en la que viven los grupos ultras no es más
que un fiel reflejo de la sociedad maleducada sin valores en la que vivimos. Lógicamente a
todos nos apena que se pierda una vida humana de esta forma, pero no debemos
olvidar que el fallecido participaba de forma voluntaria en una pelea salvaje
contra unos radicales del Atlético de Madrid y que había sido detenido ya nueve
veces por hechos similares a los que provocaron su muerte. Es decir, que había comprado todas las papeletas posibles para que le ocurriera lo que ocurrió. Todos aquellos que
participaban en esta batalla campal son culpables de la muerte de Jimmy, y
cuando escribo todos quiero decir todos. He leído muchas muestras de
solidaridad con este grupo ultra llamado Riazor Blues, cuando realmente lo que
hay que hacer es aislarlos del resto de la sociedad e intentar que se rehabiliten
si quieren seguir acudiendo a los estadios de fútbol. Aunque creo que el fútbol
es lo que menos les importa. A este grupo, y al resto.
Hace tiempo que
vengo reclamando una profunda reflexión sobre todo lo que rodea al fútbol. He
tratado con ultras y siempre les pregunté si no es posible animar a tu equipo
sin tener que acordarte de los muertos del jugador rival y de la madre del
técnico visitante. Pues parece que no, según dicen y hacen. La masa es
demasiado apetitosa para que el ser humano saque lo más bajuno que lleva dentro
y lo grite a los cuatro vientos sin que nadie se sorprenda, amparado en el
supuesto derecho que te da haber pasado por la taquilla y pagar la entrada. ¿El público es soberano para protestar? Sí, pero hasta cierto límite. Si alguien gritara lo mismo en la Plaza Nueva una
mañana cualquiera que en un estadio seguro le daría vergüenza. Mucha. Y puede
que quienes le acompañen en ese momento incluso renieguen de él y digan al
resto de viandantes que no lo conocen de nada. Extrapolen la situación, hagan
la prueba y díganme qué sienten. Pues eso es lo que deberíamos sentir todos, y
yo el primero: vergüenza. Les narro también una escena que viví hace dos
semanas en el Ramón Sánchez-Pizjuán. Un niño de unos diez años estaba de pie en
su asiento con los brazos abiertos mientras coreaba lo mismo que se escuchaba
desde la grada baja de gol norte: “Hijo de puta”. Se lo decían a un jugador rival. Ni su padre, supongo que lo
era, ni los mayores de edad que estaban con él le dijeron absolutamente nada.
La culpa es de todos. Reflexionemos, por favor. Qué vergüenza.
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